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El Naufragio de la Fragata San Juan Bautista en las costas de Cedeira

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Corre el año de 1709; los reinos de España estaban inmersos en una guerra de sucesión, que, tras la muerte sin descendencia del Rey Carlos II, enfrentaba a dos dinastías para ocupar el trono: Los Borbones y los Habsburgo.

Sin detenernos en los aspectos de la guerra, sí que podemos decir que los ingleses, que apoyaban al bando austracista de los Habsburgo, habían hundido en las aguas próximas a Colombia el galeón San José en 1708. El San Juan Bautista, fragata de aviso del asiento -contrato- de la Estafeta de Correos de la Corona, llevaba, entre otras cosas, pliegos con información vital para el Rey. El asiento recaía en el Marqués de Montesacro y el capitán, Francisco Sorarte, procedente de Deva, Guipúzcoa, no siguió la normativa estipulada que mandaba, de carácter general, a que los navíos fletados desde y para América, lo hiciesen por Cádiz. Así queda reflejado en los testimonios del pleito que se le hace al capitán tras perder el navío en las costas de Cedeira, Galicia; según testimonios de pasajeros, les fue de gran sorpresa ver que se encontraban frente a las costas gallegas y no andaluzas, a lo que el capitán alegaba que era para beneficio del armador, en el Cantábrico. No obstante, el capitán fue hecho preso después de la pérdida, ya que no sólo había perdido los pliegos del Rey, sino otros cargamentos.

En un ininteligible acto de salvaguardar 200.000 pesos de plata, al ser perseguido por ingleses en las costas de Cuba, manda a embarcarla en un bote auxiliar para llevarla a tierra, desde donde < ¡mira qué casualidad! >, salía una piragua que tenían los ingleses apostada en una cala cercana. La primera gran pérdida fue la de casi 8 toneladas en monedas a manos de los ingleses en una absurda estrategia para salvar la plata. Después de esto, se dirigieron a la ensenada de La Habana, donde se resguardaron bajo la cobertura de su artillería.

Tras cruzar el Atlántico y llegar a las costas gallegas con caudales, frutos y mercaderías de particulares, aparte de los pliegos con información reservada para Su Majestad, frente a las costas de La Coruña y El Ferrol, mientras sopla viento del Sur, le siguen el paso tres navíos corsarios. Por consejo de un marinero procedente de Cedeira, en la tarde del 19 de febrero de 1709, se adentran al resguardo de la Ría, en un puerto de difícil encuentro si no se conoce su ubicación.

Allí, empieza a rolar el viento del Suroeste y empieza a levantarse mala mar. Asustados, largan en la noche las cuatro anclas que llevaba la fragata de cuatro mástiles y disparan la artillería para pedir auxilio a los habitantes y marinos de la Villa. Paralelamente, en un bote auxiliar van a pedir ayuda tres marineros, y se llevan consigo algunos de los caudales que están en la cubierta de la embarcación. Desde tierra, la Villa de Cedeira se vuelca para ayudar a los marinos y llevan varios botes en su auxilio, aunque no logran abarloarse al navío. Los de la fragata, por su parte, viendo cómo el viento y las fuertes olas empiezan a abatir el barco y llevarlo hacia la costa, siendo insuficiente la sujeción de las anclas, que garrean, se ven obligados a cortar los mástiles. Sacan todo lo que pueden y algunos se quedan en calzoncillos, dispuestos a tirarse a la mar embravecida. Se salvaron todos, salvo un artillero llamado David, que se asustó y se refugió en el barco que se hizo trizas contra la costa poco después de que el Capitán saltase al agua y subiese a un bote.

En día y medio, relatan los testigos, no quedó nada que pudiera parecer haber pertenecido a un barco. A lo largo de esos días, preso el Capitán en La Coruña, se rescataron algunos bienes que la mar devolvía a tierra y se llevaron a la próxima ermita de San Antonio, pero los cargamentos orgánicos del barco se perdieron casi en su totalidad.

De encontrarse, los cañones y las anclas tienen que estar en algún lugar de la Ría, próximo a Las Blancas -donde se siniestró el barco-, entre rocas, bajo desprendimientos o en alguna hoya del fondo marino. Otros elementos metálicos, como herramientas y armas, de no haberse perdido irremediablemente, podrían estar bajo las arenas, cantos y cascajo de la zona, si es que el bravo mar no las ha disgregado en estos trescientos años; además de alguna moneda.

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